Sin embargo, ésta parece haber sido justo la pretensión de la fiscalía: que en el imaginario colectivo se igualasen, aunque sea por un breve momento, científicos privilegiados con ladrones populares.
No hay broma en el intento sino un propósito deliberado para despojar a las y los intelectuales de la reputación que los ubica en un lugar aparte.
El contexto en el que ocurre este embate para desprestigiar personas que se asumían a sí mismas como gente decente, es el de un feroz antiintelectualismo que no sólo muerde fuerte en México, sino en muchos otros países.
En 2016 el filósofo Nassim Nicholas Taleb publicó un texto que en pocos párrafos logró capturar las claves de dicho ánimo revanchista. Lo tituló Intelectuales, pero idiotas, un término que luego sería utilizado por los promotores de la campaña de Donald Trump, como el líder republicano Newt Gingrich.
Afirma Taleb que este ardimiento resentido proviene del cansancio acumulado por años respecto de la deshonestidad intelectual, la arrogancia y la presunción de “la clase intelectual” que ha dominado a la academia, los medios de comunicación, la función pública y las organizaciones de la sociedad.
“Lo hemos visto en todo el mundo, desde la India hasta Gran Bretaña y Estados Unidos, se trata de una rebelión contra el círculo íntimo de quienes toman las decisiones más importantes –expertos, intelectuales y periodistas formados en las grandes universidades (Yale, Harvard, Stanford, Oxford, Cambridge) y otras instituciones similares– que nos dicen a todos qué hacer, cómo hablar, qué pensar y por quién votar.”
Se trata, añade Taleb, de sujetos que nunca han dejado la piel a nivel de la cancha, pero que suelen darse el lujo de despreciar cualquier forma de conocimiento plebeyo.
Esta rebelión contra la autodesignada “inteligencia” estaría detrás, por ejemplo, del recorte que Jair Bolsonaro impuso contra las principales universidades públicas brasileñas. El jueves 30 de abril de 2020, sin aviso ni razonamiento previos, el gobierno de Brasil redujo 30% los recursos asignados anualmente para la Universidad de Brasilia, la Universidad Federal Fluminense y la Universidad Federal de Bahía.
Con posterioridad se dijo que era necesario hacer rendir mejor el dinero de las personas contribuyentes y que, por tanto, debían restarse fondos asignados a carreras como la sociología o la filosofía, cuyo aporte sería poco, para redirigirlos a la formación de médicos, ingenieros y veterinarios.
Para alimentar con combustible el antiintelectualismo de los seguidores de Bolsonaro fueron también publicadas en los medios de comunicación facturas, presuntamente de gastos superfluos, en los que habría incurrido el personal perteneciente a esos centros académicos.
Ese mismo año Emmanuel Macron, presidente de Francia, decidió desaparecer la Escuela Nacional de Administración –institución donde él mismo se formó– porque según la percepción popular se encontraba a la cabeza de una serie de instituciones educativas dedicadas a perpetuar el privilegio de una élite burocrática desconectada de las preocupaciones de la gente.
Es difícil no incurrir en comparaciones a la hora de valorar el embate que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador –a través de la directora del Conacyt, María Elena Álvarez-Buyllá Roces– ha desplegado en contra de “los científicos”.
Los ataques contra la supuesta clase “intelectual, pero idiota”, referida por Taleb, el desprecio por la ciencia que no beneficia directamente a la gente, la revancha presuntamente plebeya contra los privilegios de la academia y la investigación y, desde luego, la acusación por malversaciones atribuibles a personas exfuncionarias y científicas, son todas líneas argumentales que ya se habían escuchado con sonoridad fuera de México.
La novedad de su domesticación en tierra nacional es, sin embargo, la exageración de perseguir criminalmente al objeto de la revancha. Aunque muy lamentable, una cosa es reducir el presupuesto universitario o generalizar señalando a toda persona que se dedique a actividades intelectuales de ser deshonesta (o idiota camuflado) y otra muy distinta es querer ver a todos estos individuos retratados en la celda ocupada previamente por el peor de los criminales.
Como bien refirió en su día el filósofo inglés Isaiah Berlin, el antiintelectualismo –y su más próximo pariente: los movimientos antiilustrados– son expresiones sociales que, de tiempo en tiempo, ponen a girar las cosas, algunas veces para bien de la diversidad de los saberes y sobre todo de las voces que aportan conocimiento a la sociedad.
Recuerdan que nadie tiene el monopolio de la verdad ni de los métodos para aproximarse a ella; o, en términos de Taleb, aportan humildad ahí donde la arrogancia y la deshonestidad intelectual ganan sobre la ética científica.
Es rematadamente chocante y arbitraria la superioridad del elitismo intelectual y su respectiva condescendencia paternalista contra los saberes “plebeyos”. De ahí que la crítica tenga justificación, siempre y cuando no ocurra a partir de ella la misma generalización tan propia de ese elitismo.
Ahora que pasar de ahí a la persecución criminal con pretensiones de depuración, eso es otra cosa. Eso es, en términos de Elías Canetti, arrojar la antorcha a la pradera del odio con el único propósito de incinerar a una élite intelectual idiota por otra élite intelectual todavía más idiota.
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