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Internacional

Infobae en Sudán: así es la vida entre decapitaciones, crisis alimentaria y más de 12 millones de desplazados

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A casi dos años del inicio del conflicto armado entre fuerzas rivales, el país sufre enormes pérdidas humanas y de infraestructuras. Mientras tanto, la gente parece perder la esperanza

“Si ves los dientes del león, no pienses que está sonriendo” (Viejo proverbio árabe)

(Desde Puerto Sudán, enviado especial) Ofgair hace silencio cuando escucha la pregunta. Todo se tensa por un momento, apenas se oye el ruido del ventilador, que corta el sopor caldoso del aire de Puerto Sudán. Cuarenta grados que parecen cien. Ofgair ladea la cabeza y dice que mejor no, que prefiere no recordar.

No será el primero, ciertamente tampoco el último. Cuando uno intenta saber qué vieron los otros, en Sudán todos se callan. Algunos cierran los ojos. “La guerra está dentro de uno”, dirá Hera, que trabaja con Ofgair. Juntos se dedican a ayudar a otros sudaneses a superar sus traumas, pero no quieren hablar de los propios.

–Ofgair, ¿podrías contarme cómo fueron esos primeros días de la guerra, en abril del 2023?

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–Sucedió súbitamente, nadie estaba preparado ni la esperaba. La vida era normal y de un momento a otro estábamos en guerra. Han pasado muchas cosas antes, pero nunca como ahora.

–¿Por qué creés que comenzó?

–Desde mi perspectiva, la guerra llegó porque los sudaneses no nos conocemos entre nosotros. Tal vez después de esto finalmente nos conozcamos.

–¿Cómo fueron los primeros días de la guerra?

–Estábamos preparándonos para nuestro día por la mañana, esperando a unos invitados, y de pronto escuchamos disparos de armas de fuego alrededor nuestro. Pensamos que duraría una hora y ya, pero continuó y continuó, y entendimos que estaba pasando algo grande.

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–¿Qué hicieron?

–Pasamos una semana encerrados en nuestro centro en Jartum, porque no sabíamos cómo era la situación en los alrededores. Una semana después nos cambiamos de barrio, y ahí estuvimos un mes, y luego nos fuimos a otra ciudad, luego a otra y finalmente llegamos a Puerto Sudán. Nos llevó mucho tiempo recuperarnos de lo que vimos.

–¿Qué cosas vieron?

Ofgair hace silencio cuando escucha la pregunta. Sonríe apenas, incómodo, acaso calculando el peso de las cosas, las ventajas de decir, los costos de recordar. Finalmente, responde.

–Fue un tiempo muy difícil… Realmente… No queremos recordarlo. Todos en Sudán tienen su propia historia. Si les preguntas, cualquiera te lo podrá contar.

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Bastará menos de una semana para entender que en Sudán todos quieren olvidar o irse.

Eran los últimos días del Ramadán, el mes sagrado del islam. Los hombres y mujeres de Sudán, mayoritariamente musulmanes, debían pasar las jornadas sin comer ni beber hasta que el sol se escondiera. Era 15 de abril del año 2023, apenas setecientos treinta días atrás. De pronto comenzaron a sonar disparos. No era extraño que surgieran tiroteos de vez en cuando en Jartum, una ciudad habituada a los enfrentamientos aislados y al crimen. Sin embargo, esta vez no paró: a los primeros disparos se sumaron otros, luego comenzaron a escucharse explosiones y el vuelo súbito de los aviones atravesando el cielo de la capital. Ya era tarde para prepararse, así suelen comenzar las guerras, nadie tiene la mochila lista.

Durante los primeros meses Jartum se convirtió en una carnicería, luego la mancha de fuego y sangre fue tomando las adyacencias, luego las ciudades más cercanas, OmdurmánBahriAl Jazzera… A los cinco días ya había más de 300 muertos y el 70% de los hospitales de la capital estaban inoperantes. En pocos meses el país estaba dividido en dos: la zona controlada por el gobierno militar (las Fuerzas Armadas Sudanesas, lideradas por el general Abdelfatá al Burhan, presidente de facto de Sudán); y la zona controlada por las Fuerzas de Apoyo Rápido, una fuerza paramilitar bajo el mando de Mohamed Hamdan Dagalo, conocido popularmente como “Hemedti”, que dominan la provincia de Darfur –al oeste del país– y durante muchos meses conquistaron la capital.

“Todo sucedió de prisa, y aunque nadie vio venir la escalada furiosa, las pistas estaban ahí.” Entre 1993 y 2019 Sudán fue gobernada por el dictador Omar al-Bashir, que perdió su poder en manos de la revolución democrática sudanesa. Años antes sin embargo, en el 2013, había formado una fuerza armada paralela para combatir intentos separatistas del norte (habida cuenta que en el 2011 un referéndum ya había independizado a Sudán del Sur de Sudán). Esa fuerza paralela fue llamada Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) y uno de sus generales era justamente Hemedti. Pero en el 2019 al-Bashir cayó y parecía llegar la democracia al país. Duró poco.

En 2021 el ejército –alegando una emergencia económica y social– realizó un golpe de Estado y el comandante al Burhan quedó a cargo del país. Prometió un gobierno de transición que no cumplió, ignoró otras promesas que le hizo a las FAR y el 15 de abril del 2023 estalló la guerra civil entre dos fuerzas armadas que quieren el poder.

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Fue entonces cuando los videos de las masivas protestas sociales del 2019, esa suerte de primavera sudanesa, fueron reemplazados por los otros videos, los que circulan por chats y redes sociales plagados de restricciones, censuras y gritos ahogados de cualquiera que se los encuentre. Nadie quiere ver eso que está ahí.

*

Son difíciles los números en la guerra. Para fines de 2024, el Sindicato de Médicos de Sudán estimaba más de 20 mil muertes. La Organización Mundial de la Salud también habla de 20 mil fallecidos comprobables. Son estimaciones bajas. Según Tom Perriello, enviado especial de Estados Unidos a Sudán, la cifra supera las 150 mil muertes. La guerra además generó el mayor desplazamiento forzado de la actualidad a nivel mundial: 12.8 millones de personas debieron huir de sus hogares (de los cuales cerca de 3.8 millones dejaron el país). Hay 24.6 millones de personas con inseguridad alimentaria extrema y un brote de cólera y malaria que afecta a miles. La educación también se detuvo: según Unicef casi 17 millones de niños en Sudán están sin clases y el 90 % de las escuelas permanecen cerradas.

En Puerto Sudán, la base de operaciones improvisada del gobierno, la guerra parece llegar por goteo. A la orilla del Mar Rojo, es el puerto de entrada de insumos y ayuda humanitaria, y allí está el único aeropuerto operativo del país. Son pocos los vuelos que llegan: uno de Ethiopian Airlines por día, uno de Badr –la aerolínea sudanesa– y con intermitencias algunos vuelos desde El Cairo. Después, aviones militares y humanitarios. Por caso, en octubre del 2024 aterrizó el avión de la ONG argentina Solidaire, fundada y dirigida por Enrique Piñeyro, que llevó por aire y por mar ya más de 100 toneladas de donaciones al país.

Puerto Sudán es una ciudad extraña: tiene 75 campos de desplazados donde albergan aproximadamente a 100 mil personas. En todos se repite el mismo paisaje: carpas de lona con la insignia de alguna ONG o institución estampada. Sogas que cuelgan de rama en rama para secar la ropa, pisos de tierra, un grifo de agua cada muchos, bolsones y bolsones con ropa, algún adolescente que a la sombra de las acacias le corta el pelo a otro.

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Al mismo tiempo, todas las organizaciones internacionales instalaron ahí sus oficinas, y los alquileres para los extranjeros varían entre los dos mil y los tres mil dólares por mes. Un taxi moto puede salir cincuenta centavos de dólar o diez dólares por el mismo viaje: uno llega a destino y tan solo tiene que extender el dinero, no importa cuánto sea, parece ser el monto correcto.

En las calles conviven los TukTuk con los autos desvencijados, las camionetas todo terreno de las organizaciones internacionales y los carros tirados por caballos tristes y hambrientos. Hay algunos niños que llevan armas de juguete, AK-47 de plástico, revólveres de tambor… Y entre calle y calle, sin ningún patrón lógico aparente, muchos puestos militares con soldados de boina roja que duermen la siesta con la cabeza apoyada en los cañones.

También está el Mar Rojo, todavía al norte de la acción –siguiendo hacia el sur, por ese mar que nace en el Canal de Suez, comienza la flota estadounidense, los piratas somalíes y los bombardeos con los hutíes de Yemen. Pero si bien Sudán tiene un acuerdo de colaboración militar con Arabia Saudita para combatir juntos a Yemen, las aguas en su costa son calmas. Y hay chicos jugando que parecen felices, pero nadie es de Puerto Sudán.

–¿De dónde son?

Los chicos, ocho, diez, juegan en el agua.

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–De Jartum –dicen.–De Omdurmán.–De Jazeera.

Están en una ciudad que no es la suya, habitantes de un puerto gris que se convirtió de pronto en una nueva capital, habitada por los desplazados de lo que antes era el corazón de Sudán. Tienen entre 16 y 20 años. Uno de ellos dice que sueña con irse a “América” (la expresión es suya), donde va a convertirse “en un gran señor”. Lleva una sajjadat salat bajo el brazo, la alfombra con la que luego se alejará a rezar. Habla poco inglés pero entiende todo, y responde con pocas palabras, lo cual reduce la conversación a lo esencial.

–¿Por qué estás en Puerto Sudán?

–Por la guerra.

–¿Cómo lo definirías?

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–Es mala.

–¿Cuándo fue la última vez que lloraste?

–…

–¿Nunca?

Un amigo lo empuja burlón y le traduce la palabra cry, llorar. El chico piensa.

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–Hace cuatro meses. Cuando murió mi hermano.

Un drone en la ciudad de Omdurmán hizo volar la casa en la que estaban su hermano mayor y otras personas que él no conocía. No sobrevivió nadie. Desde entonces ya no llora.

Ahora son, otra vez, los últimos días del Ramadán. Como hace dos años, cuando todo esto empezó, los sudaneses rompen el ayuno recién después de que se esconda el sol. La hora va cambiando con los días, siguiendo el calendario lunar. Cada iftar –sucede cerca de las seis de la tarde, es el momento en que vuelven a beber y comer cada día– la gente se reúne en las calles y comparte dátiles, té, y diferentes platos típicos hechos con carne, pan, sopa, porotos, huevo… Las calles de Puerto Sudán ven salir las alfombras, que cubren las veredas y las plazas para el rezo y la comunión. Todos son invitados, pero el resto del país no puede mantener –dicen– el mismo ritmo de celebración: las calles de Jartum por estas horas están cubiertas de bolsas negras, saldo de días de enfrentamiento entre el ejército sudanés y las Fuerzas de Apoyo Rápido. Luego de casi dos años con la capital y el palacio de gobierno bajo control rebelde, las fuerzas oficiales recuperaron la ciudad, y en los últimos días de marzo –conforme llega el Eid, el día santo al final del Ramadán– la Media Luna Roja recibe el encargo de limpiar de cuerpos las calles de Jartum. Aida Elsayed, secretaria general sudanesa de la organización, comparte fotos del operativo y dice que levantaron 250 cadáveres en apenas dos días.

Por fuera de las fuentes oficiales vuelven a brotar los videos de la brutalidad. Si desde la zona de Darfur llegan las masacres cometidas por las Fuerzas de Apoyo Rápido, desde Jartum llegan de pronto ejecuciones, decapitaciones y todo tipo de torturas realizadas por el ejército. Las denuncias de crímenes de lesa humanidad se acumulan en las oficinas de los organismos internacionales y no parecen ser propiedad de un bando. Nadie, por otro lado, quiere hablar de esos videos. Solo describirlos suena demasiado. En uno se ve a un joven de rastas riendo a carcajadas mientras saca a machetazos la cabeza de un cuerpo. Luego la toma de los pelos y la muestra a la cámara, aún entre risas. En otro un hombre flaquísimo es arrastrado de los pies por medio de un campo, muchos hombres de uniforme improvisado lo rodean. No parecen militares de carrera, más bien chicos a los que les dieron trajes varios talles más grandes y muchas armas. Llevan al hombre de los pies y lo arrojan a una zanja, todavía vivo. Apenas se ve entrar el primer disparo, luego los proyectiles levantan una polvareda alrededor de la víctima, que es bañado de plomo y de tierra. Los festejos y los disparos se conjugan en otro nivel de todo lo que no es humano.

Ofgair está vestido de blanco, como casi todos en Puerto Sudán en plena celebración del Eid al-Fitr. A las siete de la mañana visitó la mezquita de su barrio y rezó con los suyos. El resto del día decidió pasarlo en la sede de SOBAJO, la ONG que fundó con su amiga Hera, en la que se dedican a dar apoyo a mujeres víctimas de violencia. Comenzaron su trabajo hace cinco años, cuando el significado de violencia era otro, menos brutal del que conocen ahora, menos extendido. No imaginaban que iban a tener que irse de Jartum huyendo ellos mismos del peligro. “Amigo confiable”, eso significa el nombre de su organización. Hera es hija de un escritor sudanés y la última de su familia en el país: su padre falleció y su hermana y su madre están en Inglaterra. Ella prefirió quedarse. Junto a Ofgair llevan adelante una casa de acogida, y un programa de reinserción social y económica para mujeres. Con la guerra, la violencia sexual se volvió epidémica: las violaciones suceden sin tregua en todo el país. “Los sudaneses perdimos la cabeza”, repiten todos, haciendo referencia a los niveles de locura que se manejan. Los datos lo avalan: según UNICEF, en el 2024 se registraron 221 casos de violaciones contra niños o niñas (66% niñas, 33% niños, y 16 casos registrados de menores de 5 años). Además, un reporte de Human Rights Watch denuncia que la violencia sexual contra las mujeres está siendo utilizada por las Fuerzas de Apoyo Rápido como un “instrumento de guerra”.

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Ofgair prefiere no hablar de casos concretos, cuando piensa en las historias que conoce, se queda sin palabras. Tiene los modales de un buda, si se permite el crossover, habla pausado, nunca sube el volumen de su voz, sonríe mucho, y los labios se pronuncian más cuando se ensanchan para esquivar una pregunta.

–¿Cuál es el lugar de la religión en esta guerra?

–Si entrevistás a la gente, vas a escuchar a muchos que dicen: “gracias a Dios, gracias a Dios”. La religión ayuda a encontrarle una razón a las cosas, como si hubiera algo predestinado. La gente piensa que todo pasa por una razón, incluso lo malo, incluso las tragedias. Todo sucede por una buena razón.

–¿Lo crees?

–Creo que de alguna manera nos da una esperanza. Nadie sabe qué va a pasar mañana.

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–¿Cuándo fue la última vez que lloraste?

–Lloramos mucho a lo largo de estos años. Vimos muchas cosas. Mujeres despidiendo a sus seres amados, familias dejando sus hogares. Muchas historias que tocaron mi corazón y me hicieron llorar.

–Hay muchos videos que muestran las masacres, las torturas…

–Yo… Yo evito ver esos videos, porque eso… eso lo vi con mis propios ojos. Intento borrarlo de mi mente. No me gusta recordarlo. No quiero verlo. Lo evito. Pero sucedió mucha violencia en esta guerra.

Sonríe, su forma de pasar de tema. El calor de las cuatro comienza a pintar gotas en su frente y en sus mejillas. Ofagair no quiere hablar de los videos. Si una cultura popular hace a la identidad de un pueblo, hay algunos traumas colectivos que la destruyen, imágenes fantasmagóricas que les recuerdan el tiempo en que perdieron la cabeza. ¿Quién dirá cuando ese tiempo haya pasado? Mientras, sonríe.

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–¿Hay un bueno y un malo en esta guerra?

Ofagair ladea la cabeza, otra vez. Las gotas, otra vez. El sol de tarde que se va, pero no se lleva las sombras.

–Qué decirte… –dice–. Es una guerra muy difícil para los sudaneses. Nos shockeó a todos, nos cambió. Nunca imaginamos que íbamos a perder tanta gente de pronto. No. No hay nada bueno. No hay nada en esta guerra.

*Fotos: Joaquín Sánchez Mariño y UNICEF

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